A veces no hace falta una hoja en blanco.
Basta con sentir, imaginar y dejar que las palabras se acomoden solas,
en la memoria, en el pecho o en el tiempo.
en la memoria, en el pecho o en el tiempo.
Yo no escribo para agradar.
Lo hago porque así entiendo el mundo.
Porque veo la vida como si estuviera hecha de capítulos,
transformando a los que me rodean en personajes.
Todos juntos en una historia que avanza sin permiso…
una que, en el fondo, me tiene siempre atrapado, componiendo.
Escribo para recordar lo que no necesito olvidar.
Y no siempre lo hago con las manos.
A veces también escribo sin palabras,
imaginando diálogos,
incluso cuando los personajes aún no han llegado.
Durante un tiempo pensé que esa parte de mí había muerto.
Pero no era cierto, y aunque lo intenté,
ella nunca me dejó.
Me siguió acompañando en cada conversación, en esos silencios largos,
en las heridas y en las miradas que persisten.
Porque todo lo que vivo ya está listo
para ser parte de ese libro que no me canso de leer.
Escribo también cuando una canción me toca sin avisar,
cuando veo un atardecer y me conmuevo sin saber por qué.
Escribo cuando camino y observo a dos personas reírse en la calle
y me invento la historia que las hizo tan felices.
Escribo cuando recuerdo, cuando espero,
cuando algo se rompe y no sé cómo seguir.
Cuando imagino que ese amor nunca se fue…
y tal vez ni siquiera ha llegado.
Porque tengo una conexión con lo que pasa desapercibido,
con los detalles que otros olvidan,
pero que a mí me hablan bajito.
Y por fin entendí que este soy yo:
el que siempre tuvo la necesidad de escribir.
De ver la vida como un gran relato,
y a los que me rodean, como personajes con luz propia.
Hoy, esos capítulos inevitables de tristeza y amor
expresan mi mundo.
Ese que no quiero, con el tiempo, tener que decir:
¡Se me fue!
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