Recuerdo la primera vez que la vi.
Su existencia me atrapó.
Mi corazón creía conocerla de otra vida,
esa sensación de reencuentro inevitable,
una cita repetida que nunca se olvida.
Juntos compartimos un amor adolescente.
Sincero, curioso, de esos que se viven con ilusión y sin apuro,
descubriendo que, en cada conversación, nuestras ideas y sueños eran la mejor forma de abrazarnos.
Y así nos acompañamos a crecer.
Ella fue la primera que me vio sin máscaras,
la que abrazó como suyos mis temores y entendió mis silencios.
Verla sonreír me hacía invencible,
y eso no era casualidad,
porque con ella entendí
que lo más importante
no era que se quedara conmigo,
sino que estuviera bien,
aunque fuera lejos.
Y cuando el final de nuestra historia llegó —o al menos eso creía—,
yo me hice un juramento:
nunca dejar de amarla.
Porque el tiempo y la vida alejaron nuestros caminos,
pero la complicidad siguió intacta.
Y cada cierto tiempo, algo nos volvía a juntar.
Y ahí estábamos otra vez, compartiéndolo todo,
incluso lo que no entendíamos.
Así nos hemos acompañado en muchas versiones de nosotros mismos,
y en todas nos seguimos reconociendo.
Y aunque no fue el final que imaginé, fue mejor.
Porque hoy ya no necesito que esté cerca para sentirla.
Y su felicidad —aunque a veces no me incluya—
también es la mía.
Hoy, aunque no coincidamos tan seguido,
ella sabe cómo estoy.
Y yo también la siento.
Porque hay personas que se hablan incluso en el silencio.
Este amor no terminó.
Solo se transformó.
Y nos va a acompañar toda la vida.
Porque la promesa ya no está atada a estar juntos.
Ahora se sostiene en sonreírnos a la distancia,
como lo venimos haciendo en esta y en todas las realidades donde existimos,
llevando un poco del otro.
Y eso, de alguna forma… siempre será así.
Porque ella,
mi princesa, mi amiga,
mi parte favorita del pasado,
es también mi ternura en el presente.
Y siempre, siempre,
vas a ser mi promesa eterna.
Epílogo

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