Dicen que hay amores que te salvan y te reconstruyen —que llegan cuando estás a punto de darte por vencido—.
Yo no creía en eso… hasta que lo viví con Lucas, Florencia y Alma.
No los elegí… o tal vez sí, pero me gusta creer que fue la vida la que se encargó de juntarnos justo cuando más lo necesitábamos.
Lucas fue quien llegó primero. El que convirtió mis pasos en una sombra suya.
Mi pequeño engreído, gruñón y malcriado —porque uno también aprende lo que es amar desde la imperfección—.
Él me enseñó a querer otra vez sin condiciones.
Él no es un perro, es una extensión de mí, con patitas y cola.
Florencia, mi Flo, llegó en un momento extraño, cuando la pandemia nos encerró, y Lucas y yo éramos dos corazones que estábamos un poco rotos.
Ella es mi equilibrio, la que pone la patita cuando quiere algo, la que se sienta a mi lado en los días tristes.
Es la primera en sentir si algo anda mal —es pura inteligencia emocional con hocico—.
Ella es la que me cuida, aunque parezca que soy yo el que la protege.
Alma… mi negrita. La pequeña gigante.
La que apareció en una playa al borde del olvido.
Yo creía que la estaba salvando, pero fue ella quien me rescató.
La nobleza que carga en sus ojos es de otro mundo —tiene una mirada dulce e intacta—.
Alma me recuerda que a veces hay que volver a empezar, aunque duela.
Que las heridas sanan y que siempre vale la pena confiar otra vez.
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