Salí de mi cuarto con cuidado. No quería
despertar a nadie. Era domingo por la mañana y tan solo deseaba ir a tomar
desayuno.
Llevaba conmigo mi viejo morral y dentro un libro de cuentos y un cuadernillo
de hojas.
Al bajar por las escaleras de mi casa, los
perros de mi prima empezaron a ladrar.
¡Maldita sea, cómo los odio!
Desde hace unos años, mi relación con estos animales ha ido empeorando cada vez
más.
No soporto sus ladridos, su olor, sus juegos ni sus travesuras.
Ahora me cuesta tenerlos cerca.
Todo desde que murió mi viejo amigo Aron, un perro pequeño y chusco, que se fue
hace ya tanto que ni siquiera recuerdo exactamente cuándo ni cómo.
Siento que una parte de mi vida se marchó con él al más allá… claro, si es que
existe algo así.
Había burlado la bulla excesiva de los perros
mientras bajaba las escaleras.
Sus ladridos se habían detenido y, hasta el momento, nadie en la casa me había
sentido.
Cuando me disponía a sacar mi bicicleta y salir, una voz me sorprendió:
–Bonita bici, no sabía que te habías comprado
una –mi corazón se detuvo al oír su voz.
Sabía de quién se trataba. Y eso me causó una tibia emoción.
–Buenos días, viejita. ¿Qué haces aquí?
–No sabía que me habías botado de la casa…
aquí vivo, pues.
–Lo siento. Es que te veo poco –mis ojos
sonrieron. Sí, mis ojos, porque yo nunca sonreía.
–Ya no me dedicas tiempo. Antes hablabas a
cada rato conmigo. Me contabas de tu trabajo, de tus estudios, de tus amores
imposibles –por un momento miró al suelo, y luego dijo–: ¿Acaso ya no me
extrañas?
–A cada momento. Lo siento, vieja. Siempre
lastimo a las personas que más quiero.
–Tú no me lastimas. Solo me preocupas… porque
quiero verte feliz.
–Jajajaja, no me salgas con esas frases. Nunca
te salió bien el papel de buena madre.
–Jajajajaja. Agradece que al menos tienes una.
–Es cierto…
–Ahora dime, ¿por qué sales a escondidas de la
casa?
–No me iba a escondidas. Quería tomar desayuno
solo. No quería molestar a nadie.
–Deja de hacerte el interesante conmigo. Tú y
tus cosas raras me tienen cansada.
Siéntate en la mesa. ¿Qué quieres que te prepare para desayunar?
–Un desayuno alemán...
–¿Y cómo es eso?
–Cualquier cosa que prepares tiene que ir
acompañada de una cerveza.
–Jajajaja, tonto. Espérame aquí. Ahora vuelvo,
voy a la cocina –y se marchó, no sin antes decirme a lo lejos–: Saca a pasear
un rato a tu perro.
Levanté la mirada, y ahí estaba el pequeño
Aron.
Sentado en el mueble, haciendo eso que todos los perros hacen: lamiéndose.
Siempre me he preguntado si, al besar a sus mascotas, a la gente no se les pasa
por la cabeza que antes estuvieron lamiéndose todo el cuerpo.
En fin… a veces el amor lo puede todo.
Prendí un cigarro. Eran las ocho de la mañana.
Mamá se había ido a la cocina, y yo me quedé sentado en la mesa, otra vez solo.
Pero está bien.
Hoy es mi cumpleaños y quiero estar solo.
No deseo saludos hipócritas ni gente falsa sonriéndome.
He aprendido a vivir con la soledad. Se ha vuelto mi mejor amiga.
Ella es buena para consolarme y velar por mis intereses.
Seguí fumando hasta que el cigarro se apagó.
Aron ya no estaba en el mueble.
Y mamá ya no regresó de la cocina.
Hace tres años partió al hospital y nunca más
volvió.
La casa ahora está vacía.
De la cocina ya no tengo recuerdos, porque soy honesto al decir que hace mucho
no visito ese lugar.
Y este viejo comedor, que tantas veces albergó divertidos encuentros, ahora
solo sirve para sentarme en él y fumar unos cigarros mientras imagino una
conversación…
o un viaje en el tiempo.
Ya son las ocho y media.
Ahora sí me voy, antes de que mi familia despierte.
Hoy es domingo y es mi cumpleaños.
Y el mejor regalo… mamá ya me lo dio.
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