No fue solo ella.
También se fueron ellos.
Esa familia que me abrazó sin pedir explicaciones,
que me cobijó en el momento más oscuro de mi vida,
Cuando perdí a mi mamá y el silencio que ella dejó aún me costaba.
Extraño sus formas de hacer familia hasta en lo más simple.
Disfrazando el amor en comidas, risas y charlas.
Esas reuniones donde la casa olía permanentemente a cariño
Esa rutina que sin saberlo me salvaba.
Porque hay amores que no se explican, se sirven calientes en un plato.
Que tienen olor
a guiso y se cocinan lentamente.
Que están en esa sobremesa que se alarga sin apuro.
Y aunque uno ya no esté ahí.
Ese calorcito, intacto, servido, aunque cambie, no desaparece.
Y sí, yo también tenía una familia.
Pero la mía estaba rota, como yo,
como mi forma de amar.
Y ellos me enseñaron que el amor puede ser calidez, rutina, equipo.
Que se puede pelear y seguir siendo hogar.
Hoy, los recuerdos vienen a mí como fotos
viejas,
esas que uno guarda sin intención,
pero que a veces aparecen con fuerza y te detienen.
Me dicen que no los olvide.
Que lo que aprendí ahí —en esa casa, en ese amor sencillo—
me sigue sosteniendo.
Porque ese fue mi lugar feliz.
Y ellos, los míos.
Aunque el tiempo haya pasado,
sé que cada vez que me pierda,
puedo cerrar los ojos
y volver a sentarme en esa mesa.
Donde éramos invencibles al tiempo,
porque estábamos juntos.
Y con eso bastaba.
A veces me pregunto si ellos también me
extrañan.
O si saben que yo, en silencio,
los sigo queriendo.
Como se quiere a los lugares donde uno alguna vez se sintió a salvo.
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