¡Abrí los ojos!
Me desperté al oír que alguien golpeaba, de forma violenta, la puerta de mi cuarto.
Vi el reloj: eran aproximadamente las tres de la madrugada.
Y eso fue lo que más me sorprendió.
Mientras intentaba recuperar la lucidez, los golpes se detuvieron.
Quise levantarme… pero no podía mover ni los brazos ni las piernas.
Era como si alguien me estuviera sujetando.
La situación se volvió más extraña cuando comencé a oír sonidos que venían de la ventana, al lado derecho de mi cama.
Se escuchaba como si alguien arrastrara algo pesado por el patio del primer piso.
Nunca dejaba la ventana abierta, pero esa noche me dormí antes de cerrarla.
Oí que apoyaban algo contra la pared.
Por el sonido, intuí que era una escalera.
Después, los pasos de alguien subiendo.
La desesperación se apoderó de mí.
Y lo que más me angustiaba era no poder moverme.
Mi sorpresa fue aún mayor cuando vi entrar a una chica por la ventana.
Vestía de negro.
Los labios muy rojos.
La piel pálida.
La mirada, helada.
Entró, me miró… y sonrió.
Yo esperaba que dijera algo, pero solo caminaba por la habitación, observándome, sonriendo lentamente.
Se sentó a los pies de mi cama y, mientras contemplaba la pared llena de pósters, me habló.
Pero no movió los labios.
Escuché su voz en mi mente:
“¿Sientes el miedo? Relájate, que no es tuyo.
Hay otros miedos en este lugar…
Vamos a acabar con ellos.”
Después de varios intentos logré mover mi brazo izquierdo.
Sentía que podría recuperar el control si me calmaba, si no dejaba que la desesperación me tragara.
Ella se levantó.
Se acercó a mi escritorio, encendió un cigarro sin dejar de sonreírme.
Mientras lo fumaba, me miraba fijamente a los ojos.
Yo quería levantarme, pero no podía.
Abrió el cajón del escritorio como si supiera exactamente lo que buscaba.
Revisó los papeles, tomó una foto.
La observó, le dio vueltas.
Le dio tres golpecitos con la yema de los dedos… y se la guardó.
Luego se acercó.
Muy lentamente.
Se puso sobre mí.
Intentaba acariciarme el rostro, pero yo la empujaba con la única mano que podía mover.
Ella se molestó.
Me miró furiosa, me sujetó la cara con fuerza, y me susurró al oído:
“¿Quieres saber quién soy yo?
He venido por alguien, pero no eres tú.
No me tengas miedo.”
Me sentí acorralado.
Una agonía me invadió el cuerpo.
Solo atiné a mirarla fijo a los ojos y rezar.
Al principio se rió.
Pero luego, se incomodó.
Y antes de desvanecerse, solo me dijo:
“Nos veremos pronto, niño…
antes que acabe el invierno.”
La habitación estaba oscura.
Solo se escuchaba el zumbido de la computadora en suspensión.
Tardé varios minutos en levantarme.
Quería saber si todo había sido un sueño…
Miré el reloj otra vez.
Eran las tres de la madrugada.
El tiempo no había pasado.
Fui al baño a refrescarme.
Y en ese momento, las imágenes volvieron a mi mente.
Al regresar al cuarto, decidí apagar la computadora.
Al acercarme al escritorio, noté algo que me detuvo:
el cajón estaba abierto.
Y en el cenicero…
había un cigarro a medio fumar.
Creo que mis paranoias tienen aspiraciones y deseos que van más allá de los límites de la imaginación.
No pude dormir más esa noche.
Y fue por eso que decidí escribirlo.
Guerra avisada
ResponderEliminarA medianoche, oigo que algo araña una de las puertas de mi casa. Me levanto de la cama, cojo el palo de escoba, presto atención. Ahí está de nuevo. Me pongo los zapatos, atravieso el corredor, llego a la puerta del jardín, pego la oreja a ella. Un débil gemido se cuela por las rendijas. Apoyo un hombro sobre la puerta y abro con cuidado, para evitar que se me echen encima empujándola. A la altura de mis rodillas, aparece un par de ojos, borrosos por la oscuridad, que me piden permiso para entrar. Dejo que mi perro pase, pero de todas maneras trato de ver hacia fuera, asomándome por la orilla. No hay nada. Nunca hay.